8 de marzo de 2013

Te voy a ir a buscar. No sé a dónde. No sé cuándo. Pero acabaré por irte a buscar.
Sin pretensiones. O con todas. 
Y cuando te vuelva a buscar, completando otro ciclo más, más te vale estar preparado. 

Te voy a ir a buscar y tienes que haberle quitado horas a Morfeo, o haberte comprado un giratiempo. Tienes que tener tiempo cuando te vaya a buscar, porque yo te daría el mío, para que lo inviertas en mí, pero eso no puede ser. Esa regla no la he puesto yo. Tienes que tenerlo porque yo ya no tengo bonobús para otro viaje más.

Llámame y voy a buscarte. O no me llames y lo dejamos todo tal cual está.

6 de marzo de 2013

La literatura nos hace creer cosas.
Creemos que si a ese personaje de libro le ha pasado, nos puede pasar a nosotros. Su historia era un imposible y salió bien y, total, yo tengo el viento de cara, ¿qué me iba a salir mal a mí?

La literatura alimenta las esperanzas.
(PECTORILE>pectrile>petrile>petril>pretil: Simplificación feeding metátesis)
Nos consume esa esperanza en un "pero y si.." casi imposible. Incluso anteponemos ese "casi" al imposible, porque nos matan las esperanzas. "Mientras hay vida..." te come la ilusión.

Y ahí, ilusos, crédulos, esperanzados, nos paramos, con el tiempo, que vive acojonado de que le culpemos de las esperanzas que nos crea la literatura. El tiempo, que sabe que va a estar a nuestro cargo, lamiéndonos las heridas, espera con nosotros.
Y la literatura sigue. Creando mitos y esperanzas nuevas, detrás de cada musa, de cada escritor o humano capaz de sostener un bolígrafo y garabatear algo.

Menuda hija de puta la literatura.


4 de marzo de 2013

Veinte horas andando por París

4 a.m.
Lo último que recuerdo es el brindis de la Traviata. Eso fue hace horas. No tantas, en realidad.
En la puerta está Violeta con su Buenos días y su nos vamos a París en la boca.
La pregunto que si en París hay gorilas por las calles. Lo he soñado. Lo debería estar soñando ahora mismo. Aún es demasiado pronto. O tarde, según se mire.
Desayunamos entre bostezo y bostezo rezando para que Dorian llegue pronto y para no dejarnos nada que vayamos a necesitar aquí, en Madrid.
Último repaso a la maleta.

Es de noche y hace frío. Dorian, Violeta y yo vamos sentados en la parte de atrás del coche. Hablamos poco porque aún tenemos sueño. Es demasiado pronto. No hay sol.
Y subimos al avión. Ahora es Violeta quien tiene mi Traviata. Se duerme. Dorian y yo no nos dejamos dormir. Me cambia el sitio para que vea el mar desde la ventanilla del avión. Me da miedo mirar por la ventana mientras aterrizamos en medio del verde francés. Aún a kilómetros de París.

El autobús nos saca de ese pequeño pueblo de la campiña francesa en medio de París. Viajamos separados.

La maletas se arrastran por las calles de París, por el metro. Por Montmartre por fin. Y dejamos de arrastrarnos con ellas.
Hay flores, con el frío que hace.
Las palomas parecen distintas. El cielo parece distinto. Parece que hace demasiado que hemos dejado nuestro Madrid. Son las 9 de la mañana y el día no ha hecho más que empezar. No podemos creernos que estemos al lado del Sena. Bajo la sombra de Notre Dame. No puede ser real.

Caminamos al lado del río. Caminamos sobre los puentes del río. Caminamos por los patios del Louvre. Caminamos por las Tullerias. Por las amplias avenidas. Frente a los escaparates más caros de la ciudad. Dentro de las iglesias. Caminamos por tiendas para reponer líquidos. Andamos demasiado.
Una fina lluvia va dejando marquitas diminutas en la piel de nuestros zapatos.
En la ópera sólo suena el sonido de los coches. Y nuestras canciones estúpidas. Las que llevamos cantando todo el día.
Volvemos a Montmartre. Nos reímos de la Bohemia. Fumamos frente al Sacre Coeur. Seguimos cantando. Y caminando.
En el Moulin Rouge ya no hay cortesanas tuberculosas. Y el Arco del Triunfo ya no admite visitas.

Seguimos cantando. Canciones viejas. Canciones nuestras.

La torre Eiffel nos ilumina la cara. Actuamos, el guión de siempre. Actuamos bajo la torre Eiffel.
Pero el cansancio duele. Ya no caminamos, no andamos, nos arrastramos.
El metro va más lento de lo que nos gustaría.

Me encaramo a mi litera. Las sábanas me abrazan muy fuerte. Quizá no tenía que haberlas remetido tanto. Seguro que esta noche no me destaparé.

Miramos el reloj.

0:00 a.m.

Veinte horas andando por París.

3 de marzo de 2013

Cuando volvía siempre era doloroso.
Lo desordenaba todo cuando su imagen aparecía sobre la retina de ella. A veces, por casualidad. En una foto antigua, de otros tiempos.
Su vista se nublaba y tenía que apartar la mirada.
Pero verle, tangible, real, delante de sus ojos, la trastocaba.
Perdía el control. Su cuerpo se colapsaba, era incapaz de obedecer órdenes simples. Los huesos se volvían de goma, era incapaz de sostenerse sobre las piernas. Ya no respondían.

Sí, lo sé. Todo aquello sonaba a literatura barata. Ella lo había leído. Pero ahora lo sentía. Era verdad. Como toda la maldita literatura. Siempre arruinándole la vida.

Y ya en soledad, apartada de miradas ajenas, pensaba y lloraba. Una vez más. Posiblemente, no la última. Nunca era la última. Siempre había más. Más dolor, más manojo de nervios, más lágrimas, más.

Y menos, cada vez, un poco menos.