Todo el mundo suele decir que nació en la mejor generación que podía existir nunca, pero realmente nadie da pruebas. Yo, particularmente, estoy convencida de ello.
Nací en esos años dorados, en los 90, cuando la moda era, como poco, peculiar. En aquellos tiempos, que parecen ya muy, muy lejanos, los ordenadores no estaban presentes en cada casa de España, ni mucho menos, y por supuesto, Tuenti, Facebook o Twitter no eran ni un pensamiento.
Es curioso, muchos no llegamos a los 20 años y aún así hemos vivido dos décadas, dos siglos y dos milenios distintos.
Crecimos en el seno de una literatura llena de seres fantásticos, de dragones, de magos y de semigigantes, que nos hicieron soñar con lechuzas el día de nuestro décimo primer cumpleaños; y por qué no decirlo, aún al recordar esas ilusiones seguimos sonriendo y tenemos en ellas un tema de conversación recurrente y siempre socorrido.
Crecimos en una ilusión que no era tangible y que comentábamos con nuestro compañeros de clase en esos recreos sagrados donde el partido contra la otra clase era lo más importante del día.
Crecimos al grito de una rubia en la tele: "Al mediodía, alegría". Conseguimos que no nos traumatizara y nos hicimos más fuertes.
Crecimos con los nacimientos de grupos musicales que han sido la Banda Sonora de nuestra vida y cuyas canciones se han convertido en himnos.
Algunos vimos la luz del sol por primera vez el año en que España albergó los JJ.OO, cuando Sevilla tuvo su Expo y el año en el que se conmemoraba el quinto centenario del descubrimiento de América. Nacer en un año así te hace sentir orgulloso.
Posiblemente fuéramos la última generación normal, la última que no sigue a los ídolos adolescentes tan de moda ahora, como Justin Bieber o los Jonas Brothers.
Sólo por este último detalle, ya merece la pena formar parte de mi generación.
Estamos destinados a hacer algo grande con esta vida