13 de junio de 2012

Diecinueve

¿Cuántas horas has estado en casa? ¿Cuántas han sido suficiente para impregnarme la vida con tu olor?
Sí, me asalta al salir de la ducha. Tu olor.
No soy capaz de describirlo. No es algo parecido a las almendras o al azahar. No, nada que pueda llegar párrafos de un libro cursi. No es olor a libro viejo, o a infancias junto al parque (¿A qué huele una infancia junto al parque? ¿A barro y sangre?)
No sé a qué hueles, pero me da igual. Es reconfortante. En mi almohada. En mi camisón. En mi pelo.
Pero también en la habitación, muchos días después, como sin querer, como salido de la nada. Me asalta y casi puedo sentir tus brazos cogiendo mi cintura y acercandome a ti. Y tu nariz apartando mi pelo para que tus labios me lleguen al cuello.
Y los buenos días.
Y las buenas noches.
Y los jardines interiores y las casas de puerta azul.
Y las batallas campales. Y los campos de batalla.
Y las guerras, que no son guerras si no sólo otra sonrisa más, de esas que da el cansancio.
Y las manos dormidas.
Y cinco minutos más. 

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